EL FRUTO DE LA SOSTENIBILIDAD

Conozca a una familia que le apostó a las prácticas sostenibles que heredó de sus ancestros y encontró en ellas la solución ideal para salir de la crisis que enfrentó el sector cafetero colombiano.

Enclavada en las verdes montañas de Santuario, Risaralda, se encuentra Atenas, una finca cafetera que no es como cualquier otra. Allá, en medio de las hipnótica Cordillera Occidental, muchos de los insecticidas que suelen utilizarse para evitar plagas permanecen guardados por meses. Allá no se invierte en abono, porque este nace de la tierra. Allá no se gasta agua para hidratar las matas de café, ya que están cubiertas por árboles cuya sombra evita que sufran de sed. Allá, cuatro generaciones de la familia Echeverry han dedicado su vida al café y han entendido que los saberes tradicionales de sus antepasados garantizan la sostenibilidad ambiental y económica de sus plantaciones.

“¡Bienvenidos! Esta es su casa, queremos que disfruten al máximo y que las cosas buenas que vean en esta finca las guarden en el baúl de los recuerdos y las cosas malas me las echen al rincón del olvido”. De esta manera, Everardo, miembro de la familia Echeverry y cafetero de corazón, da la bienvenida a su finca, ubicada en ese pequeño municipio de Risaralda donde la mayoría de la gente vive, directa o indirectamente, de la producción de café.

Gustavo y su padre, Don Everardo Echeverry, se sienten orgullosos de su trabajo. Muestran con entusiasmo cómo su finca, a costa de pasión y entrega, se ha convertido en ejemplo para otros productores cafeteros en el desarrollo de procesos que cuidan el medio ambiente y en la implementación de buenas prácticas agrícolas que les ha permitido recolectar, durante todo el año, café a bajo costo. Además han podido escapar de plagas como la roya, la broca o la araña roja.

Durante el recorrido por la finca, Gustavo hace una parada y asegura que detrás de cada bolsa de café que producen está el esfuerzo y las ganas de su familia, además de esa filosofía que tiene como base la idea de trabajar con la naturaleza como aliada. De esta manera no solo se preserva el medio ambiente, sino que se garantiza la productividad de las plantaciones para las futuras generaciones de cafeteros y consumidores. Hoy, la etiqueta del café que produce la familia Echeverry asegura:
“Ofrecemos un café natural de origen, amigable con la aves, limpio y sano para que lo disfrute con su familia y contribuya así con las familias cafeteras a la conservación de nuestro paisaje cafetero patrimonio de toda la humanidad”.

El paso a la sostenibilidad

Aunque la familia Echeverry hoy produce un exquisito café sostenible, no siempre fue así. A mediados de los años 70, el mundo vivía la fiebre del café. Todos querían producirlo y consumirlo. Ante esta situación, y con el afán de aumentar sus ingresos y su producción, los cafeteros reemplazaron el café de sombrío por la variedad caturra, una especie resistente al sol y que aseguraba una producción mayor si se cultivaba en grandes cantidades. De esta manera, incrementaron los márgenes de los cultivos hacia las orillas de las quebradas, lo cual produjo una alta deforestación que desembocó en un desequilibrio medioambiental y que estimuló la propagación de plagas como la roya.

A finales de los años ochenta, el imperio cafetero se desplomó al terminarse el Pacto Internacional del Café, que establecía cuotas de producción y de esta forma mantenía la oferta a raya, lo cual garantizaba niveles razonables de precios para los agricultores de todo el planeta. Desde ese momento, el café, que fue clave para la economía colombiana durante 30 años, entró en crisis, ya que la sobreoferta hizo que los precios del café cayeran al suelo.

La familia Echeverry fue testigo de todo. El café se vendía a precios insólitos, tan bajos que miles de productores santuareños debieron desplazarse en busca de mejores oportunidades de trabajo. Algunos vivieron en la miseria. Para otros la única opción fue sumarse a las filas de grupos insurgentes, como la guerrilla y los paramilitares.

A pesar de la crisis del mercado y de las condiciones en las que se encontraban los cultivos, la familia Echeverry logró sobrevivir gracias a las enseñanzas del abuelo, quien siempre inculcó amor y respeto por la tierra –que no solo es suya sino de las generaciones futuras–. “Aunque mis abuelos no conocieron la palabra sostenibilidad, la practicaban todos los días –asegura Gustavo–. En esa época los cafetales estaban bajo los árboles de sombrío y con coberturas nobles, mal conocidas como malezas. Ellos no conocían el glifosfato, ni el thiodan, ni los insecticidas. Usaban todos los recursos de la finca para producir sus compostajes con la pulpa de café y los residuos de la cocina, y de una forma empírica usaban la ceniza del fogón para abonar la huerta”.

A partir de estas enseñanzas, la familia replanteó sus prácticas agrícolas y nuevamente empezó a usar coberturas nobles, disminuyó el uso de insecticidas e instauró un sistema de sombrío que protegía las matas de café y evitaba el uso excesivo de agua. De esta manera redujeron sustancialmente su gasto en agua y químicos, así que a la plantación solo le quedó un costo importante que podía cubrir: el salario de los recolectores.

La sostenibilidad, la mejor inversión

Actualmente, la familia Echeverry participa en las actividades del Comité de Cafeteros de Risaralda, aliado de la Plataforma de Comercio Sostenible. Juntos buscamos mejorar las prácticas sostenibles de las fincas cafeteras para reducir la huella de carbono y producir más café y de mejor calidad con menos recursos. Tenemos la convicción y la comprobación de que es posible hacer más con menos.

El buen uso que esta familia le ha dado a la tierra durante más de 20 años le ha valido el reconocimiento de sus vecinos productores, a quienes les ha servido de ejemplo. Los Echeverry, y todas las personas que conocen su finca, son testigos de que el uso racional de los recursos permite producir un café con una excelente rentabilidad.

Todos hemos estado equivocados. O al menos eso insinúa Don Everardo, con su marcado acento paisa y sus aires de catedrático universitario. La maleza no es maleza. La maleza es “bueneza”, porque protege la tierra del sol, le da todos los nutrientes que requiere y además ataca la broca, ya que produce un hongo que ahoga la plaga y sus huevos. No es necesario el azadón –que arranca materia orgánica beneficiosa– o invertir en agentes externos, como fertilizantes químicos que dañan los suelos. La naturaleza es sabia, como Don Everardo.

Esta es solo una de las enseñanzas que quedan cuando se recorre Atenas. Gustavo y su padre son muy generosos con su conocimiento y les interesa compartir sus buenas experiencias. Quieren que otros caficultores aprendan y empiecen a encontrar las ventajas de un sistema de producción sostenible. Y es que los beneficios son evidentes. Por ejemplo, en tiempos de sequía, los cafetales de la familia Echeverry solo se ven afectados en un 2%, contrario al 10 y al 15% de las plantas de sus vecinos. Esta diferencia es posible por el sistema de sombrío, que protege los cafetales durante los veranos intensos. Más árboles, menos uso de agua. Más árboles, menos plantas afectadas. Más árboles, menos daño a la tierra. Así son las matemáticas de la agricultura sostenible: poderosas.

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